Donde hay amor no hay esfuerzo

sábado, 30 de agosto de 2014

Se cierra el círculo


El tiempo no es lineal, y parece que después de California, todo lo acontecido no ha tenido otro propósito que ayudar a aposentar toda la experiencia, como si fueran sedimentos que caen uno a uno en el fondo de un vaso de agua.
Mientras eso sucedía, la vida ocurría pero yo no era testigo de ella. Sólo percibía la lenta caída de cada gránulo de tierra, sin ser capaz de ver nada más.

Seattle ha sido eso. Un remanso de paz para escuchar esas partículas caer y detenerse en el recipiente de mi corazón.

Pero ¿Qué sucedería cuando agitara el recipiente? ¿De nuevo agua turbia?
¿Tendría que quedarme quieta para que el agua estuviera clara de nuevo?

La respuesta vino semanas más tarde en Vancouver Island. Entre cedros y niebla. Entre sal y arena de un Pacífico que me seguía frecuentando.

El mismo Blue Jay que atacó en la garganta a mi amigo cuervo me visitó en la granja, recordándome que mi voz estaba ahí, que tocaba ejercerla, que tocaba cantar. No recuerdo haber cantado tanto en esos seís días en la Medicine Farm.

Eran canciones de antonia, y no se podían acallar, porque la tierra las alimentaba, el fuego del hogar las cocinaba y les daba aliento, y los corazones que me rodeaban las esperaban y les daban un lugar en su interior.

No se podían acallar, pero elegían el mejor momento para surgir, con dulzura, con gentileza. ¡Tenían vida propia! Yo sólo abría la boca y las dejaba ser.
No hacía falta forzarlas, ni retenerlas contra mi voluntad, salían en el momento oportuno.

Cada canción resonaba y hacía vibrar mi corazón, para ser exactos mi ventrículo izquierdo, y a cada tonada, algo se removía dentro. Algo se abría.

Un día el viento me agitó de forma tan violenta, que pensé que los sedimentos que con tanto cuidado había observado caer al fondo iban a volver a ensuciarlo todo de nuevo, pero me di cuenta de que ya no estaban, de alguna forma desaparecieron. Y mi ventrículo izquierdo estaba abierto de par en par.

Vi de forma clara cuánta belleza me rodeaba y que la luz era más brillante que de costumbre. Aquella mañana la espesa niebla se levantó antes de tiempo y el sol, rabioso por iluminar la tierra, brillaba sobre nosotros, celebrando nuestro encuentro. Y como decía Galeano, esa celebración no se iba a acabar nunca, porque "esa alegría estaba ya siendo recordada por la memoria y soñada por el sueño y no se iba a acabar nunca y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso"

Mirando las estrellas la noche anterior, no estaba sola, pero una soledad inmensa se filtró por un segundo en mi corazón y les pedí que me llevaran a casa, mientras una lágrima resbaló por mi mejilla. Al mismo tiempo, me percaté que estaba más en casa que nunca, sintiendo el calor de sus cuerpos a cada costado del mío.
Formamos un círculo que celebraba las puestas de sol con sabor a tequila y humito verde, las olas de agua y sal y risas irreverentes, mezcladas de verdades del universo. Todo era. El propósito y la intención nos llevó al eterno presente y éramos conscientes de ello.

Y surgió una brisa tierna y ligera de mi ventrículo izquierdo y sentí el universo dentro de mi corazón. Y todo me pertenecía y yo le pertenecía al todo.

Se repitió la historia. Sin ninguna explicación y de forma irrevocable. Voz autoritaria y de barba rancia. Me volvió a decir que me fuera, que no me iba a permitir saborear esa belleza.



Una belleza azul celeste sin máscaras, mezclada con rojo rabioso y resonancia cósmica. Voz de tierra y abrazo de montaña. Una belleza que me hacía sentir mi fluidez de agua y mi incesante fuego.

Pero yo ya no era la misma. Mi voz era clara y mis canciones retumbaban en el valle. Supe que la belleza estaba dentro de mí, y lo que veía era su reflejo. No podía quitármela y yo no iba a dársela. No esta vez.

Ya nada va a ser igual. De nuevo presencie mi segundo nacimiento. Ya no soy la misma antonia y soy la antonia de siempre, la misma que se preguntaba qué se sentía al  bucear entre las nubes del cielo.

Voy resonando con las paradojas del cosmos.








miércoles, 6 de agosto de 2014

De Los Angeles a Dos Ríos en veinte días

*



El cuervo murió a cambio de sanar mi herida. Me decía, "Confía, confía. Ya no hay dolor. ¿No lo sientes? Deja ir toda esa tensión, esa inquietud."
Incrédula, toco su cuerpo aún caliente. Sus plumas negras y brillantes a la luz de la lámpara.
Lloro. Lloro, llena de tristeza. Por tanto dolor, por tanto tiempo. Estoy llorando porque estoy mirando mi dolor, ya no está dentro, está fuera pero lo siento y lloro. 
Lloro, sintiendo que ya no me pertenece, se está disolviendo .



Pero lloro, por esos veintidós ancestros, anclados en ese mismo dolor.
Lloro por el amor del cuervo que me da su vida y me dice que hay tanto amor. Fuera y dentro. El recuerdo del dolor está roto y se ve falso.

Mi pelvis flotando, mi cuello largo y ancho irradiando luz. La vida moviendo mi ser.
Amor fuera y dentro. Todo es lo mismo pero con diferentes colores.

**

Santa Bárbara. Carpintería. Big Sur. Carmel. Ciudades-refugio con caras conocidas de otros lugares donde todo es fácil, donde todo es cómodo, pero sin olvidar que estoy en tránsito. 
Oceáno como brújula siempre anclando la experiencia y Lisa mostrándome cómo la materia y el espíritu se unen y traen sanación. 





Dejé a Lisa y San Francisco se abrió y me acogió el primer día. El segundo me sentí agotada y confundida con todo el ruido y movimiento de la ciudad. Decidí descansar y enfocarme en la logística de mi aventura en Dos Ríos. 
No sabía nada de ese retiro de danza, solamente las palabras "healing" y "dance" en la misma frase, brillando y tililando como si estuvieran resaltadas artificialmente en el texto. Y el rostro de Sarah que me miraba fijamente, y me jalaba.

***


Después de 40 años llegué a este lugar y expulsé ese decreto incrustado en mi nuca. El mismo decreto que me golpeó en la cabeza cuando resbalé del columpio, que me hizo caer y dañar mi columna, el mismo que me impulsa a amar hombres que no están interesados en entrar en esa cámara oculta, cerrada bajo llave dentro del ventrículo izquierdo de mi corazón.


Pies polvorientos, moviéndose por el matorral, bailando en un granero sin muros. Abierto al bosque. 

Naturaleza danzando dentro y fuera de mí. Siempre  con movimiento, sin agotarse, como si fuera un discurso de siglos que ha de desbordarse, que me une y me enraíza. 
Siento mi espíritu, mi mente, mi corazón y mi cuerpo,  lo expreso todo desde la plataforma física. Sin contradicción. Sin perfección. Surge la danza interna y se va desplegando infinitamente, sin agotarse.





Fuera del granero




La vagabunda encontró otro refugio, donde la dejaron descansar y recuperarse de tanto dolor sostenido con voluntad y esfuerzo, como si estuviera pagando una deuda hace siglos concertada, sin saber que ya había expirado.























Después de una semana, la excitación se abre paso y necesito volver a volar, como si esas alas que el cuervo hacía resplandecer bajo el sol hubieran sido transferidas a mi espalda y necesitaran abrirse y lanzarse al abismo. 
La vida se va precipitando y transformándose al igual que una performance, con pura belleza, verdad y de forma inesperada e incierta. Yo sólo intento seguir los pasos lo más grácilmente que mis pies polvorientos son capaces. Sin perder el compás.