El tiempo no es lineal, y parece que después de California, todo lo acontecido no ha tenido otro propósito que ayudar a aposentar toda la experiencia, como si fueran sedimentos que caen uno a uno en el fondo de un vaso de agua.
Mientras eso sucedía, la vida ocurría pero yo no era testigo de ella. Sólo percibía la lenta caída de cada gránulo de tierra, sin ser capaz de ver nada más.
Seattle ha sido eso. Un remanso de paz para escuchar esas partículas caer y detenerse en el recipiente de mi corazón.
Pero ¿Qué sucedería cuando agitara el recipiente? ¿De nuevo agua turbia?
¿Tendría que quedarme quieta para que el agua estuviera clara de nuevo?
La respuesta vino semanas más tarde en Vancouver Island. Entre cedros y niebla. Entre sal y arena de un Pacífico que me seguía frecuentando.
El mismo Blue Jay que atacó en la garganta a mi amigo cuervo me visitó en la granja, recordándome que mi voz estaba ahí, que tocaba ejercerla, que tocaba cantar. No recuerdo haber cantado tanto en esos seís días en la Medicine Farm.
Eran canciones de antonia, y no se podían acallar, porque la tierra las alimentaba, el fuego del hogar las cocinaba y les daba aliento, y los corazones que me rodeaban las esperaban y les daban un lugar en su interior.
No se podían acallar, pero elegían el mejor momento para surgir, con dulzura, con gentileza. ¡Tenían vida propia! Yo sólo abría la boca y las dejaba ser.
No hacía falta forzarlas, ni retenerlas contra mi voluntad, salían en el momento oportuno.
Cada canción resonaba y hacía vibrar mi corazón, para ser exactos mi ventrículo izquierdo, y a cada tonada, algo se removía dentro. Algo se abría.
Un día el viento me agitó de forma tan violenta, que pensé que los sedimentos que con tanto cuidado había observado caer al fondo iban a volver a ensuciarlo todo de nuevo, pero me di cuenta de que ya no estaban, de alguna forma desaparecieron. Y mi ventrículo izquierdo estaba abierto de par en par.
Vi de forma clara cuánta belleza me rodeaba y que la luz era más brillante que de costumbre. Aquella mañana la espesa niebla se levantó antes de tiempo y el sol, rabioso por iluminar la tierra, brillaba sobre nosotros, celebrando nuestro encuentro. Y como decía Galeano, esa celebración no se iba a acabar nunca, porque "esa alegría estaba ya siendo recordada por la memoria y soñada por el sueño y no se iba a acabar nunca y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso"
Mirando las estrellas la noche anterior, no estaba sola, pero una soledad inmensa se filtró por un segundo en mi corazón y les pedí que me llevaran a casa, mientras una lágrima resbaló por mi mejilla. Al mismo tiempo, me percaté que estaba más en casa que nunca, sintiendo el calor de sus cuerpos a cada costado del mío.
Formamos un círculo que celebraba las puestas de sol con sabor a tequila y humito verde, las olas de agua y sal y risas irreverentes, mezcladas de verdades del universo. Todo era. El propósito y la intención nos llevó al eterno presente y éramos conscientes de ello.
Y surgió una brisa tierna y ligera de mi ventrículo izquierdo y sentí el universo dentro de mi corazón. Y todo me pertenecía y yo le pertenecía al todo.
Se repitió la historia. Sin ninguna explicación y de forma irrevocable. Voz autoritaria y de barba rancia. Me volvió a decir que me fuera, que no me iba a permitir saborear esa belleza.
Pero yo ya no era la misma. Mi voz era clara y mis canciones retumbaban en el valle. Supe que la belleza estaba dentro de mí, y lo que veía era su reflejo. No podía quitármela y yo no iba a dársela. No esta vez.
Ya nada va a ser igual. De nuevo presencie mi segundo nacimiento. Ya no soy la misma antonia y soy la antonia de siempre, la misma que se preguntaba qué se sentía al bucear entre las nubes del cielo.
Voy resonando con las paradojas del cosmos.